* * *
Santa Bertila. Primera abadesa
benedictina del monasterio de Chelles, junto a Meaux (Francia), en el
siglo VI.
Santo Domingo Mau. Nació en Vietnam
hacia 1775. Se educó en el colegio de su misión católica, hizo los
estudios eclesiásticos y se ordenó de sacerdote. Más tarde ingresó
en la Orden de Predicadores y ejerció el ministerio en varias
poblaciones, en medio de muchos peligros cuando se desató la
persecución del emperador Tu Duc. Era ya de edad avanzada cuando lo
encarcelaron. Consoló y confortó a sus compañeros de prisión y a
quienes lo visitaban. Lo condenaron por llevar en público el
rosario y exhortar a los cristianos a dar testimonio de su
fe. Fue decapitado junto al río Hung-Yen en 1858.
San Domnino. Era un médico joven y
culto que, a causa de su fe cristiana, fue detenido en los comienzos
de la persecución desatada por el emperador Diocleciano y condenado
a trabajos forzados en las minas de Siria. Cinco años después lo
condenaron a muerte y fue quemado vivo en Cesarea de Palestina el año
307.
San Fibicio. Fue obispo de Tréveris
(Alemania) a mediados del siglo V.
San Geraldo. Nació en Puissalicon
(Languedoc-Rosellón, Francia) hacia el año 1070. Hombre admirable
por su honradez y simplicidad, fue canónigo regular de San Agustín
en el priorato de Cassan, se ordenó de sacerdote en 1101 y fue
elegido obispo de Béziers (Francia) en 1122. Dio un gran impulso
espiritual y material a su monasterio, en el que aumentaron las
vocaciones, y poco pudo hacer en su diócesis porque murió el año
1123.
San Guetnoco. Es venerado en Bretaña (Francia) como hermano de los santos Winwaleo y Jacuto que vivieron en el siglo VI.
San Marcos. Obispo de Ecano, hoy Troia
(Apulia, Italia), en el siglo IV.
Santos Teótimo, Filoteo, Timoteo y
Auxencio. El año 307, en Cesarea de Palestina, Teótimo, Filoteo y
Timoteo, que eran jóvenes cristianos, fueron destinados a los juegos
del anfiteatro para diversión de la plebe. Luego, junto con el
anciano Auxencio, fueron arrojados como pasto a las fieras.
Beato Bernardo Lichtenberg. Nació en
Ohlau de Silesia en Alemania (hoy Olawa en Polonia) el año 1875. En
1899 se ordenó de sacerdote en Breslau, al año siguiente lo
destinaron al ministerio parroquial en Berlín y luego pasó a
ejercer oficios diocesanos. Durante el periodo nazi se sintió
obligado a orientar a sus fieles según el Evangelio y las enseñanzas
de la Iglesia. Públicamente protestó contra la eliminación de los
enfermos mentales, defendió a los no-arios, condenó la persecución
de los judíos, etc. Arrestado por la Gestapo en octubre de 1941,
pasó por varias cárceles. De camino al campo de concentración de
Dachau, murió en el hospital de Hof el 5 de noviembre de 1943 a
consecuencia de las torturas que le habían propinado y de las
enfermedades que había contraído.
Beato Juan Antonio Burró Más. Nació
en Barcelona el año 1914. Huérfano de madre, se educó en el Asilo
de San Juan de Dios de la Ciudad Condal, y en 1933 hizo la profesión
religiosa en la Orden Hospitalaria. En el servicio militar lo
destinaron a sanidad; estuvo en Ciempozuelos (Madrid) hasta que,
iniciada la guerra civil española, lo trasladaron al Hospital
Militar de Carabanchel y más tarde al de Madrid. Era muy apreciado
por su competencia y entrega a los enfermos, pero algunos compañeros,
marxistas, al saber que era fraile, decidieron acabar con él. El 5
de noviembre de 1936 lo invitaron a un café y, ya fuera del recinto
hospitalario, lo asesinaron mientras él daba vivas a Cristo Rey.
Beato Gomidas Keumurgian (Cosme de
Carboniano). Nació en Constantinopla, hijo de un sacerdote armenio,
ortodoxo, el año 1656, contrajo matrimonio y tuvo siete hijos, se
ordenó de sacerdote y ejerció el ministerio parroquial. A los 40
años se convirtió con toda su familia al catolicismo, lo que le
causó no pocos problemas. Fue condenado al destierro y las
autoridades turcas dieron leyes severas contra los sacerdotes
vinculados con Roma. En 1707 lo procesaron acusado de provocar
tumultos entre los armenios y por la presión de éstos lo
encarcelaron. Las autoridades musulmanas le ofrecieron la libertad si
se convertía al Islam. Él se mantuvo firme en la fe católica
profesada por el Concilio de Calcedonia, y el 5 de noviembre de 1707
fue decapitado.
Beato Gregorio Lakota. Nació el año
1883 en un pueblo ucraniano de la región de Lvov. Se ordenó de
sacerdote el año 1908 en Przemysl y a continuación hizo estudios
superiores en Viena. Trabajó luego en el seminario de Przemysl y,
por sus dotes y santidad, lo nombraron obispo de Przemysl en 1926.
Veinte años después lo arrestaron por motivos religiosos y lo
condenaron a diez años de cárcel en el campo de concentración de
Abez en Siberia. Su salud no pudo soportar los malos tratos y
privaciones del «gulag» y murió en 1950.
Beata María del Carmen Viel Ferrando.
Nació en Sueca (Valencia) el año 1893. Se educó con las Hijas de
la Caridad y, si bien pensó algún tiempo en la vida religiosa, optó
por santificarse en la vida seglar, inserta en la vida parroquial y
colaborando en su apostolado. Trabajó en la Acción Católica, en la
catequesis, en la fundación de un colegio para niñas pobres.
Intervino en la fundación de un Sindicato laboral de corte y
confección. Cuando estalló la guerra civil española, marchó a
Valencia donde la denunció una mujer a la que había ayudado mucho.
Pasó unos días en una «checa» y la fusilaron los milicianos en El
Saler, afueras de Valencia, en 1936.
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y
DEVOCIÓN
Pensamiento bíblico:
De la carta de San Pablo a los Romanos:
«Hermanos, ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere
para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos,
morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del
Señor. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de
muertos y vivos» (Rom 14,7-9).
Pensamiento franciscano:
Dice san Francisco en su Regla: «Los
hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen
fiel y devotamente, de modo que, desechando la ociosidad, enemiga del
alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al
cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5,1-2).
Orar con la Iglesia:
Elevemos nuestras súplicas al
Salvador, que quiso nacer de María Virgen, y digámosle: Que tu
Madre, Señor, interceda por nosotros.
-Salvador del mundo, que, con la
eficacia de tu redención, preservaste a tu Madre de toda mancha de
pecado, líbranos a nosotros de toda culpa.
-Redentor nuestro, que hiciste de la
Virgen María tabernáculo purísimo de tu presencia y sagrario del
Espíritu Santo, haz también de nosotros templos de tu Espíritu.
-Verbo eterno del Padre, que enseñaste
a María a escoger la mejor parte, ayúdanos a imitarla y a buscar el
alimento que perdura hasta la vida eterna.
-Señor del cielo y de la tierra, que
has colocado a tu derecha a María reina, haz que aspiremos siempre a
los bienes del cielo.
Oración: Escucha, Padre, nuestra
oración humilde y confiada, que te presentamos por medio de la
santísima Virgen María, madre nuestra y mediadora de tu Hijo, que
vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
* * *
OCTAVARIO DE LOS DIFUNTOS
Benedicto XVI, Ángelus del día 5 de
noviembre de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Durante estos días, que siguen a la
conmemoración litúrgica de los Fieles Difuntos, se celebra en
muchas parroquias el octavario de los difuntos. Es una ocasión
propicia para recordar en la oración a nuestros seres queridos y
meditar sobre la realidad de la muerte, que la así llamada
«civilización del bienestar» a menudo trata de borrar de la
conciencia de la gente, totalmente inmersa en las preocupaciones de
la vida diaria. En realidad, el morir forma parte del vivir, y esto
no sólo al final, sino, si se considera bien, en cada instante.
Sin embargo, a pesar de todas las
distracciones, la pérdida de una persona amada nos hace redescubrir
el «problema», haciéndonos sentir la muerte como una presencia
radicalmente hostil y contraria a nuestra vocación natural a la vida
y a la felicidad.
Jesús revolucionó el sentido de la
muerte. Lo hizo con su enseñanza, pero sobre todo afrontando él
mismo la muerte. «Al morir, destruyó la muerte», repite la
liturgia en el tiempo pascual. «Con el Espíritu que no podía morir
-escribe un Padre de la Iglesia-, Cristo mató la muerte que mataba
al hombre» (Melitón de Sardes, Sobre la Pascua, 66). De este
modo, el Hijo de Dios quiso compartir hasta sus últimas
consecuencias nuestra condición humana, para reabrirla a la
esperanza. En resumidas cuentas, nació para poder morir y así
liberarnos de la esclavitud de la muerte.
Dice la carta a los Hebreos: «Gustó
la muerte para bien de todos» (Heb 2,9). Desde entonces, la muerte
ya no es la misma: por decirlo así, ha sido privada de su «veneno».
En efecto, el amor de Dios, operante en Jesús, ha dado un sentido
nuevo a toda la existencia del hombre, y así ha transformado también
el morir. Si en Cristo la vida humana es «paso de este mundo al
Padre» (Jn 13,1), la hora de la muerte es el momento en el que este
paso se realiza de modo concreto y definitivo.
Quien se compromete a vivir como él,
es liberado del temor de la muerte, que ya no muestra la mueca
sarcástica de una enemiga, sino -como escribe san Francisco en
el Cántico de las criaturas- el rostro amigo de una «hermana»,
por la cual se puede incluso bendecir al Señor: «Loado seas, mi
Señor, por nuestra hermana muerte corporal». La fe nos recuerda que
no hay que tener miedo a la muerte del cuerpo, porque sea que
vivamos, sea que muramos, somos del Señor. Y con san Pablo sabemos
que, también liberados del cuerpo, estamos con Cristo, cuyo cuerpo
resucitado, que recibimos en la Eucaristía, es nuestra morada eterna
e indestructible. La verdadera muerte, a la que hay que temer, es la
del alma, que el Apocalipsis llama «muerte segunda». En efecto,
quien muere en pecado mortal, sin arrepentimiento, encerrado en el
rechazo orgulloso del amor de Dios, se excluye a sí mismo del reino
de la vida.
Por intercesión de María santísima y
de san José, imploremos del Señor la gracia de prepararnos
serenamente a salir de este mundo, cuando él quiera llamarnos, con
la esperanza de poder habitar eternamente con él, en compañía de
los santos y de nuestros seres queridos difuntos.
[Saludos en español] La reciente
conmemoración de todos los Fieles Difuntos nos recuerda que Cristo
es la resurrección y la vida. Por ello pensamos con cariño en los
seres queridos que fallecieron, oramos por ellos y vivimos con
esperanza y sin temor a nuestro futuro.
* * *
NUESTRO PAÍS ES LA CRUZ
De una carta de Santa Ángela de la
Cruz
a sus hijas de Carmona
a sus hijas de Carmona
Deseo que empiecen a obrar como Hemanas
verdaderas de la Cruz. Y como cruz expresa sacrificio, el ser
verdadera Hermana de la Cruz es tanto como el amar con todas las
veras de nuestra alma el sufrir, el padecer, el mortificarse.
Cuando veo que este padecer se rechaza
o se huye el sufrir, me entristezco, porque no veo las señales que
con precisión nos deben calificar de Hermana de la Cruz. Y cuando
esta repugnancia al padecer la veo en las que yo contaba que lo
sabían, y que por saberlo estaban prontas a todo, aunque a la carne
le costara, y las veo que no entran, más se aumenta mi pena: y me
encuentro como en un país extraño sin tener dónde volver la cara,
porque no entienden el idioma de la cruz.
Porque la verdad, mis queridas hijas,
que nuestro país es la cruz, en la cruz voluntariamente nos hemos
establecido y fuera de la cruz somos forasteras. Pues la hermana que
establecida en la cruz quiere vivir sin cruz, es tanto como querer
vivir errante, fuera de su país, donde puede gozar de paz y de
ventura; y por salirse de él, vivir en un continuo sobresalto, como
les pasa a los desterrados o expatriados que viven en un continuo
penar.
* * *
EL CORDERO INMACULADO
NOS SACÓ DE LA MUERTE A LA VIDA
De la Homilía sobre la Pascua (Núms. 65-71)
de Melitón de Sardes
NOS SACÓ DE LA MUERTE A LA VIDA
De la Homilía sobre la Pascua (Núms. 65-71)
de Melitón de Sardes
Muchas predicciones nos dejaron los
profetas en torno al misterio de la Pascua, que es Cristo; a Él
la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Él vino desde los cielos a la tierra a
causa de los sufrimientos humanos; se revistió de la naturaleza
humana en el vientre virginal y apareció como hombre; hizo suyas las
pasiones y sufrimientos humanos con su cuerpo, sujeto al dolor, y
destruyó las pasiones de la carne, de modo que quien por su espíritu
no podía morir acabó con la muerte homicida.
Se vio arrastrado como un cordero y
degollado como una oveja, y así nos redimió de idolatrar al mundo,
como en otro tiempo libró a los israelitas de Egipto, y nos salvó
de la mano del Faraón; y marcó nuestras almas con su propio
Espíritu y los miembros de nuestro cuerpo con su sangre.
Éste es el que cubrió a la muerte de
confusión y dejó sumido al demonio en el llanto, como Moisés al
Faraón. Éste es el que derrotó a la iniquidad y a la injusticia,
como Moisés castigó a Egipto con la esterilidad.
Éste es que nos sacó de la
servidumbre a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a
la vida, de la tiranía al recinto eterno, e hizo de nosotros un
sacerdocio nuevo y un pueblo elegido y eterno. Él es la Pascua de
nuestra salvación.
Éste es el que tuvo que sufrir mucho y
en muchas ocasiones: el mismo que fue asesinado en Abel y atado de
pies y manos en Isaac, el mismo que peregrinó en Jacob y fue vendido
en José, expuesto en Moisés y sacrificado en el cordero, perseguido
en David y deshonrado en los profetas.
Éste es el que se encarnó en la
Virgen, fue colgado del madero y fue sepultado en tierra, y el que,
resucitado de entre los muertos, subió al cielo.
Éste es el cordero que enmudecía y
que fue inmolado; el mismo que nació de María, la hermosa cordera;
el mismo que fue arrebatado del rebaño, empujado a la muerte,
inmolado al atardecer y sepultado por la noche; aquel que no fue
quebrantado en el leño, ni se descompuso en la tierra; el mismo que
resucitó de entre los muertos e hizo que el hombre surgiera desde lo
más hondo del sepulcro.
* * *
EL DON DE LA ORACIÓN
por Lázaro Iriarte, OFMCap
La oración, en sentido cristiano, no
es otra cosa que la actuación del don de la fe, que nos conduce al
descubrimiento del rostro de Dios y a la escucha de su voz, que nos
interpela a través de tantos signos y reclamos por los cuales él se
nos hace presente: ante todo por medio de su Palabra viva,
eficaz y penetrante; después, por medio de cada persona humana,
misterio indescifrable; y luego en los acontecimientos grandes o
pequeños y en las cosas, cuyo mensaje tan hondamente logró captar
Francisco.
Como la fe que la engendra, la oración
no es una conquista del esfuerzo humano. Existen técnicas de
distensión corporal, que ayudan a la disposición del espíritu, de
concentración, de reducción de la dependencia externa, del yo
profundo, creando una sensación de armonía interior apta para
preparar el espacio a lo divino. Son métodos dignos de atención,
que pueden ser recomendables, pero con la advertencia de que no
tienen nada que ver con la auténtica oración cristiana, que pone al
espíritu frente a un Dios personal y bajo la acción del Espíritu
Santo, que penetra y modifica la vida y que, lejos de amortiguar el
impulso creativo, libera los resortes de la caridad. La verdadera
contemplación no es un repliegue hacia adentro ni una evasión de la
tarea del vivir y del convivir, sino un entrar en sintonía con el
Dios Amor, que no cesa de obrar (Jn 5,17), para
decirle: ¿qué quieres, Señor, de mí?
Como todos los grandes convertidos,
Francisco recibió el don de la oración juntamente con el de la
conversión. Y, cuando Dios concede este don, no se contenta con dar
un método de rezar o de meditar, sino que concede la oración
infusa. Es esa fuerza interior, suave pero eficaz, que atrae al alma
hacia la soledad y el silencio, que es el espacio donde Dios hace oír
su voz. En el desierto se dio a conocer Yahvé a Israel; y,
habiéndose alejado de él la nación elegida, allí la esperaba para
reanudar con ella la intimidad esponsal: «La llevaré al
desierto y hablaré a su corazón... Y ella me responderá allí como
en los días de su juventud» (Os 2,16s).
El primer impulso de Francisco, cuando
experimentó el triunfo de la divina gracia, fue de retirarse a una
gruta para afrontar la realidad de Dios, de solo a solo, en el máximo
aislamiento (cf. 1 Cel 6). Más tarde, habituado ya a la presencia
permanente del Señor, preferirá orar al aire libre, en contacto con
la naturaleza.
La oración contemplativa no era para
él un ejercicio encuadrado en horarios o métodos. Oraba en todo
momento, «caminando, estando sentado, mientras comía y bebía», de
día y de noche (1 Cel 71). Estaba atento al reclamo interior, a la
«visita» del Señor, como él lo llamaba; y cuando ésta se hacía
sentir, no la dejaba pasar: se apresuraba a aislarse o, si le
sorprendía en público, se tapaba el rostro con el manto o con la
manga para ocultar la embriaguez interior.
Tomás de Celano ha condensado esa
dimensión fundamental de la vida de Francisco en una frase feliz:
«No era un hombre que ora, sino todo él hecho oración» (2
Cel 95).
Y vino a ser maestro de oración. A
juzgar por las fuentes, las primeras generaciones franciscanas
hicieron de la comunicación con Dios la ocupación primordial del
hermano menor.
También Clara, guiada y enardecida por
Francisco, recibió el don de la oración junto con el de la
conversión. Amante del retiro y del silencio, no le fue difícil
identificarse con el encierro claustral, en que la ascensión del
espíritu hacia Dios halla el clima propio.
[L. Iriarte, Ejercicios
espirituales, Valencia 1998, pp. 94-96]
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