Me dispongo a relataros la experiencia de servicio y fe, probablemente,
más dura y que más contradicción ha producido en mi persona. Se trata del
trabajo realizado en la “Edad de Oro”, durante dos meses del verano de 2013. La Habana,
idealizada por tantos, es la capital de un país cuyo contexto va a determinar
fuertemente cada pretensión en la isla. Acercándonos a los cincuenta y seis
años de la revolución, Cuba se encuentra en una situación de precariedad
material, espiritual y moral.
El totalitarismo y evolución de un comunismo
deshumanizador, han infectado cada sector social y ámbitos personales,
determinando la vida de tantos cubanos y moldeando muchas de sus respuestas.
La “Edad de
Oro” no es una excepción a ello. En su fachada, obviando el hediondo olor que
desprende la institución, nos encontramos la expresión ‘centro
psicopedagógico’; lo que no deja de ser un modo más de maquillar lo que tras
sus puertas se esconde: el lugar en que más de ciento veinte personas viven, y
muy probablemente vivirán siempre con sus discapacidades –tanto físicas como
mentales muy severas, pues uno de los requerimientos para entrar es no tener la
capacidad de levantarse por sus propios medios-, lugar en que los medios
materiales nunca son siquiera suficientes y en que los empleados, sin ánimo de
culpabilizarlos, con mucha frecuencia olvidan que son otras personas a las que
atienden –en muchos casos, el empleo aquí se trata de un medio de reinserción
social para personas “conflictivas”-.
A la derecha
de la puerta aparece un anuncio en que se ofertan trabajos en la institución.
Aparece reflejado el sueldo que recibirán: uno de los más altos que el estado
ofrece en el país para ese tipo de trabajo (unos diecisiete dólares
americanos). Vale la pena reseñar esto porque no es precisamente Cuba el sitio
en que más escaseen los empleos; el alto sueldo y el anuncio son reclamos para
un trabajo que muy pocos están llevando a cabo por propia voluntad, su crudeza
y precariedad son inaguantables para la mayoría. La presencia de las Hijas de
la Caridad allí marca la diferencia. El edificio de la comunidad se encuentra
anexado a las diferentes salas que constituyen el edificio; actualmente es el
resquicio que les queda de una construcción de cuya propiedad eran titulares.
Como toda posesión de la Iglesia, fue expropiada tras la revolución y su
regencia pasó directamente al estado. Después de las “mejoras” en las relaciones Iglesia-estado de los últimos
veinte (incluso treinta) años, fue devuelto un hueco a las hermanas en el
centro y es hoy que su autoridad no es legal –correspondiente estrictamente a
los representantes que el estado dictamina-, pero sí moral; su plena
dedicación, alta formación y personificar una ternura, allí necesaria, han
provocado que se abra una pequeña brecha de libertad.
La presencia
de las hermanas es decisiva y suponen el freno al caos imperante. Sin embargo,
no parece suficiente. La atención de los “niños” –como allá se les dice-,
debido a su dependencia, exige una mayor personalización en el trato. Hemos de
obviar las necesidades materiales, pues es terreno en que no se puede hacer
demasiado. Los medios utilizados para su cuidado y con que cuentan las
instalaciones son decididos por su director y el Minsa (Ministerio de Salud),
quienes han de aprobar cada cambio –lo cual no es siempre satisfactorio, ya que
entran en conflicto discusiones en las que ahora no nos podemos permitir
entrar-. Respecto a ello, las hermanas no cuentan con mucha mayor solvencia que
la pública y en relación a las donaciones extranjeras que llegan, no de todas
se puede hacer uso, ni un uso adecuado.
Realmente,
dos meses es muy poco tiempo para pretender hacer un juicio. Pero la intensidad
con que fueron vividos me permiten hoy decir que ha sido tiempo de dolor y aprendizaje,
tanto el durante como el después. La realidad muchas veces se impone a nuestros
propósitos y, a veces, es necesario chocarse con ella y dejar que nos hiera
para volver a ser conscientes de ello. Aceptar que, con frecuencia, en nuestras
manos no está más que el poder ofrecerlas, no es fácil. Sin embargo, la lección
es otra: la diferencia no es marcada por las grandes acciones, sino por el cómo
llevamos a cabo lo cotidiano, lo que nos aburre y que por repetido dejamos de
apreciar. No he visto evangelización de catequesis, pero he sentido el hacer de
Dios a través de personas que han compartido mi día a día.
Fundamental
fue el trato con los “niños”, comprender que la vida es sencilla, que nosotros
también lo somos y que un día cualquiera puede ser un gran día tan sólo por
cómo lo miremos y se lo hagamos ver a los demás , porque lo compartamos. No
obstante, igualmente importante fue la relación con los empleados, por lo
general juzgados de la peor manera. No es tiempo de justificar, pero sí de
afirmar que no sólo las hermanas dejaban entrever la trascendencia; también aquel
o aquella de quien se decía “se comporta como un animal” traslucía el Bien.
Entender que cada uno tiene su historia, una que en cierto modo determina
nuestras acciones y que eso no nos hace buenos o malos, aunque sí podamos
llevar a cabo actos buenos o malos. Ví las acciones más nobles en quien más
duramente era juzgado.
Son muchos
los interrogantes que aparecieron entonces y muchos los que no se han resuelto.
Para cerrar, me gustaría compartir uno de ellos, aunque sé de la dificultad que
implica no contar con un contexto en que formularlo. ¿Debemos anteponer el bien
de hoy, el que está pronto a nosotros y nos da seguridad, o luchar por un
futuro mejor aunque ello conlleve el mal del día presente y del mañana?
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