Llévame donde los
hombres necesiten tus palabras, necesiten mis ganas de vivir…
Enclavada en el corazón de Sudamérica,
Bolivia es el país más pobre de la región y el segundo más pobre de toda
Latinoamérica, con el agravante que implica estar rodeado de países más
potentes que eclipsan y rebajan su crecimiento. Santa Cruz de la Sierra es la ciudad
más poblada, con cerca de dos millones de habitantes. Ha pasado en un siglo de
ser un pequeño pueblo a ser una gran urbe, centro financiero del país y centro
de las mayores desigualdades sociales del estado. Uno de los casos más
representativos es el barrio conocido popularmente como Plan 3000, zona en la
que está inserta la comunidad de hermanas Franciscanas Misioneras de la Madre
del Divino Pastor con la que tuve la oportunidad de vivir en fraternidad y
realizar esta experiencia misionera. El barrio es escenario habitual de
conflictos, tráfico de drogas y otros negocios ilegales. Pero es también el
entorno en que vive mucha gente humilde y sencilla que lucha por labrarse un
mañana mejor. En esta zona se estima que prácticamente el 96% de la población
vive o al límite o bajo el umbral de la pobreza. Más del 63% de la población
subsiste gracias al comercio informal en la calle. Allí, en este entorno, las
hermanas desarrollan un increíble trabajo que comprende el acompañamiento pastoral
a las comunidades cristianas de las diversas capillas que dependen de la
parroquia de San Antonio (OFM) y tareas de promoción humana, labor sanitaria y
misión itinerante en las zonas rurales. Desde la sencillez, nuestras hermanas
están atentas, siempre y a cualquier
hora, a cualquier necesidad… y a diario son muchas las necesidades que se
presentan.
En esta realidad cada día es una
oportunidad para hacer vida y comprender el mensaje de las bienaventuranzas;
cada día Jesús llama a la puerta pidiendo ayuda, encarnado en un niño que sufre
las consecuencias de haber nacido en el seno de una familia desestructurada; o
de un anciano que padece hambre y al que, con una pensión de 25 euros mensuales
le piden 150 para atender su infección de boca; o de una mujer que tiene que
afrontar solo con la ayuda de su pequeño la enfermedad del cáncer... Y es ahí
donde se pone en marcha el mecanismo del amor y la creatividad evangélica para
dar respuestas y tender la mano. Ahí es donde pude ver el milagro mismo de la
vida. Las hermanas sostienen también un centro de educación alternativa y un
comedor para niños y ancianos… ¡El trabajo es mucho! Tienen la ayuda en esta
misión de numerosos laicos que vibran con la espiritualidad franciscana, gente humilde
que ha entendido la centralidad de su fe, que celebran con alegría a Jesús
resucitado en la Iglesia (¡qué impacto el verles compartir así la Eucaristía!) y
lo testimonian en la calle, trabajando por el Reino con un compromiso que la
centralidad de su existencia. Los más sencillos ayudando a los más sencillos.
Otra parte de mi misión se desarrolló
lejos de Santa Cruz, en el pueblo de Moro Moro, ubicado en la provincia de
Vallegrande. La localidad cuenta con unos 700 habitantes, gran parte de ellos
dedicados a la agricultura, fruticultura, cría de ganado y artesanía. Está rodeado por pequeñas comunidades a las
que se llega por caminos de tierra, pues allí aún no ha llegado el asfalto. Su
paisaje hecho de montañas, bosques, ríos, valles… es de una belleza
impresionante. Su gente derrocha bondad, generosidad, alegría... haciendo
sentir a quien llega hasta allá, como en “su propia casa”. Las hermanas
Franciscanas realizan aquí un proyecto de “misión itinerante” (de momento no es
posible una estructura permanente) para acompañar a estas personas. La vida
allí se plantea desde otro prisma. Todo se relativiza. Por ejemplo, 30
kilómetros pueden suponer dos horas y media en coche pero… ¿Cuál es el valor
del tiempo? El valor lo dan estas personas: ancianos que con más de 90 años
que siguen trabajando el campo y lloran
su soledad en el ocaso de la vida; niños que agradecen con una sonrisa que les
enseñes una canción y cambies su rutina; enfermos que saben que no tendrán una ambulancia
a la puerta que les traslade a ningún hospital y que intentan encontrar
esperanza en el sufrimiento; mujeres que quieren compartir contigo sus
ilusiones por un futuro mejor… A pesar de su situación, la mayoría de ellos no
pierden la sonrisa, su actitud llena de paz a quien se acerca a visitarlos, no
se lamentan, sólo sonríen como aquel que nada tiene que reprocharle a la vida.
Esta experiencia, sin duda, ha tocado mi
corazón. Sabemos que no vamos a transformar las realidades de los sitios
a los que llegamos como voluntarios, pero queremos conocerlas y acompañarlas
desde el Evangelio, tal como lo harían Francisco y María Ana. Ese es el
espíritu de esta gran familia del Voluntariado Misionero, que cada vez crece
más. Como jóvenes queremos revelarnos contra la injusticia, sabiendo que no
podemos ser cómplices de las desigualdades… Pero sabemos que debemos empezar
por trabajar en nuestra propia realidad, la de nuestro entorno. Algunos podemos
salir a otras tierras, conocer distintas realidades y enriquecernos con la vida
y el testimonio de otros hermanos, pero todos asumimos también el compromiso de
ser misioneros en nuestro lugar. ¡Es mucho lo que está en juego! Finalizada
esta experiencia en Bolivia ——como los demás hermanos del VM lo han hecho en sus
lugares de misión—, como los discípulos de Emaús que regresaron a Jerusalén y
compartieron con los demás lo que les había sucedido en el camino, esperamos
poder transmitir la vida que aquí hemos recibido ¡La misión es de todos y aún
queda mucho por hacer!
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